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#1902 - OJEDA: [Mientras escribo] | Zumbido de fondo

 

Iba con suficiente tiempo [Mientras escribo…]

Mientras escribo, cuando aún estoy ocupado por ese recuerdo, necesito tomar aliento; respiro profundamente mientras me digo que las cosas después pasaron de alguna manera previsible: “los azares se conjugaron con mis afanes, y poco a poco logré el lugar al que aspiraba”. Me perturbo porque no me gusta cómo digo esto último. Lo escribo, lo tachono, y después respiro varias veces. No sé si me gusta del todo. Lo dejo así. Miro el librero otra vez —lo encuentro hermoso en su tamaño, en su ocupación, por los volúmenes que lucen acomodados, por su organización—. Respiro y entonces ya he regresado totalmente adonde estoy escribiendo; ya no estoy en el metro, ya no estoy en ninguna otra parte. Logro superar totalmente la sensación de la doble ubicación. Otra vez estoy en el presente, solamente escribiendo. Tomo un tiempo para leer. Ahora, finalmente, sí me satisface: me gusta cómo se lee, como fluyen las palabras. “Voy bien”, me digo. (p. 15)

Mario Miguel Ojeda / Lo que podemos contar



Zumbido de fondo

No saber de uno mismo; eso es vivir.
Fernando Pessoa, Libro del desasosiego.

I
Al despertar tengo los oídos ocupados por un zumbido de fondo, algo que se escucha como en la lejanía. Es, imagino, porque así me lo platicó Javier, un sonido parecido al que produce el canto de las chicharras en un mediodía de verano en el valle de Tehuacán. No sé qué tan conocido es este valle. Por las dudas, diré que es una región árida, hacia el sureste de México, antes de entrar en la Sierra Mixteca. Javier, que es biólogo —ahora hasta ostenta un doctorado en sistemática— iba a ese lugar a contar plantas de una especie de cactácea; o variedad, eso no lo sé muy bien. Además de contar las plantas en cuadrantes, que determinaba previamente sobre un mapa, tomaba diferentes mediciones de algunas de ellas, las cuales iba seleccionando mediante rifas; los sorteos, que según él son como una suerte de liturgia del azar, los hacía al terminar cada uno de sus conteos en los cuadrantes elegidos. Esos cuadrantes —los cuales tenían entre setenta y ciento veinte plantas— me aseguró, los muestreaba escrupulosamente usando tablas de números aleatorios; “para hacer válida la liturgia”, decía. Me explicó que de cada cien plantas tenía que medir, más o menos, quince. Javier se sentía tan orgulloso de sus habilidades técnicas que una vez hasta me quiso explicar detalladamente cómo hacía esto de los sorteos. “No es necesario, me lo puedo imaginar”, le dije. Fue precisamente en ese contexto que me platicó que cuando caminaba por esos lugares del valle —lo cual tenía que hacer justo al mediodía, por requisitos de su investigación—, escuchaba ese sonido de fondo, que es el que producen muchas chicharras cantando a la vez. Encima de aquel ruido lejano —me contó para describirme con gran emoción sus tareas de campo— se podía distinguir claramente muchos otros sonidos; por ejemplo, el de sus pasos sobre la arena y las piedras. ¡Imagínate! Bueno, pues justamente algo así es lo que yo escucho. “Un sonido que enfatiza la soledad”, me dijo aquella vez Javier, como para cerrar su charla.
El zumbido de fondo lo percibo justo en el instante cuando me estoy despertando: al tomar conciencia de la realidad, expresamente al empezar a ver mi entorno. Me despierto e inmediatamente me llega, con mucha intensidad. Puedo decir que casi lo ocupa todo, y en el momento inicial me abruma; lo bueno es que poco a poco, conforme me despabilo, se va alejando: “como cuando las chicharras que cantan se van quedando atrás”, diría Javier rememorando sus experiencias en el Valle de Tehuacán.
Lo que yo escucho es algo que se va haciendo menos intenso conforme avanzan las horas: es así a la vez que va pasando el día, hasta que, alrededor de las doce horas, se vuelve bastante tenue (pero me sigue acompañando, mientras estoy despierto —aunque a veces me sorprendo de haberme olvidado
que ahí está—). Después, cuando ya inicia la tarde, empieza otra vez a mostrarse con cierto acento. Se vuelve nuevamente muy perceptible al avanzar
la tarde; sobre todo al acercarse la noche. Y así avanza poco a poco, hasta que ya cuando la noche se encuentra plena, casi siempre antes de dormirme —justo mientras leo— nuevamente me ocupa todo, con mucha intensidad; al grado que me causa una desesperación, tan intensa que podría decir que me cuesta controlarla. Lo que hago entonces es dejarme atrapar por la lectura. Esta es por mucho mi mejor arma. No piensen que abstraerme del tal zumbido es una cosa que se me haga fácil, aunque concentrarme en la lectura sí lo sea; quiero decir que aún leyendo, el zumbido ahí está, pero lo que invariablemente me permite vencerlo es el cansancio; la lucha por seguir leyendo, soportando el zumbido, me sumerge en un sopor, que gradualmente me lleva a un sueño sosegado. Es así que, de manera paralela a que el sopor aumenta, el sonido se va atenuando; es decir, la percepción del zumbido desaparece a la velocidad que el cansancio aumenta. Afortunadamente el zumbido de fondo desaparece en el momento preciso cuando me duermo. Ahora que lo pienso, hasta hoy no he soñado con el zumbido.

Mario Miguel Ojeda (1959)
Lo que podemos contar
Editorial Adarve, Madrid, 2022


1902 Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.
2-VIII-2022. Selección de Felipe Garrido.
Miguel Ángel Porrúa, editor; Academia Mexicana de la Lengua; Creadores Eméritos (INBAL)

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