[Un secreto]
…
–¿Y Flavio? –preguntó Nekutik.
--Dormido –contestó
Natalia. La sirena hizo un gesto vago.
Gaby recordó a su hermano,
le hubiera gustado saber por qué se había portado como menso la noche anterior.
Lo que ella no sabía era que las sirenas leen la mente.
--Cualquier hombre, al ver
a una sirena, se enamora de ella –gorgoteó, mirándola–. Siempre pasa. Nosotras
tenemos un secreto que anhelan. Cuando estamos cerca, algo helado que hay en
ellos se derrite gota a gota y actúan así, como Flavio… pero el efecto no dura
mucho.
--¿Y qué secreto es ese?
–preguntó Gaby con curiosidad.
--Bueno… para ellos es un
secreto, para nosotras no –contestó Nekutik entre risas--. Una mezcla de verdad
y de ternura, una dulzura filosa, un amor infinito que es, al mismo tiempo, una
poza tranquila y una ola poderosa. Es algo etéreo, tan sutil que no puede
atraparse de ninguna forma posible. Y sin embargo, cuando se enamoran ellos
quisieran sujetarlo, aprisionarlo, enjaularlo… pero es inútil: por más que lo
intenten, no se puede. (pp. 90-91.)
[Yo no sabía]
…
Esta vez, tenía forma. No era un muñeco ni un dibujo, era un ser vivo en
toda la extensión de la palabra, con tres dimensiones, como nosotros. Me
desperté y él –nunca sentí que fuera una ella– estaba sentado juntito a mí, en
la misma almohada. Su cara era triangular y su color era verde oscuro con vetas
cafés. Su piel parecía hecha de hojas, de bosque, de tierra, de humus, de
musgo. Sus ojos eran color amarillo oscuro y me miraban sonrientes, más que
curiosos. No tenía nariz y su boca era una delgada línea. Era pequeño, medía
unos cuarenta centímetros. Sus extremidades eran delgadas; sus manos y pies
tenían sólo tres dedos largos y flexibles. Su tórax era algo rechoncho. Yo no
me asusté al verlo, hasta creo que le sonreí. Pero nunca supe si fue por efecto
de las medicinas que me habían inyectado. Todavía sentía la oscilación de la
lancha a merced del mar y, la verdad, no tenía fuerzas ni para sentir miedo. El
duende caminó sobre mi almohada, se acercó al buró que estaba al lado de la
cama, tomó el vaso con agua que estaba ahí y me lo ofreció. Me pareció un gesto
amable de su parte, la verdad. Además, tenía sed, así que tomé un par de
sorbos.
Pero yo no sabía.
¡Oh, no! Yo no sabía.
Nunca debe aceptarse
ninguna comida ni bebida ofrecida por un duende.
Nunca.
Así sea comida que uno
preparó, agua que uno mismo se sirvió.
Entré en un remolino que
bajaba y subía y de nuevo bajaba, moviéndose en espiral hacia el infinito. El
mareo llegó a un paroxismo en donde sentí que todo mi cuerpo se deshacía,
molécula por molécula. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando desperté, estaba
en este lugar donde siempre es de día, en este sitio de comida exquisita y casi
siempre dulce; de bebidas que parecen elíxires y seres cuya belleza o
monstruosidad el lenguaje humano no podría describir.
Y no sé si algún día
regresaré. (pp. 139-140.)
Norma Muñoz Ledo (1967)
De paseo por otros mundos.
Conarte / Fondo Editorial
de Nuevo León / Libros de
Alicia.
México, 2016.
1969 Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.
16-X-2022. Selección de Felipe Garrido.
Miguel Ángel Porrúa, editor; Academia Mexicana de la Lengua; Creadores Eméritos (INBAL)
Imagen vía Pixabay |
Comentarios
Publicar un comentario