Un rasgo de la eternidad
El arte del toreo es una ocupación que conjuga la violencia y la sobriedad, la ira y la ternura, el pecado y la tentación. Contra el desborde, el diestro aplica la continencia; contra la furia, la proporción; contra el desplazamiento, la quietud; contra la celeridad, el reposo. En armonía con el recorrido del toro, la línea curva de los lances ayuda a provocar la turbación del ánimo. De su unidad brota la estatua de un instante regio por la mano vigorosa del lidiador que no cede terreno a lo que transcurre ni se abandona al viento de lo efímero, sino que dibuja el trazo duradero que transforma la brutalidad en emoción y la rudeza en medida.
A nada es comparable complacerse hondamente con la imagen demorada, casi inmóvil, de una lenta ejecución de la verónica o el pase natural. El tiempo detiene de pronto su carrera y hace surgir, como acontece con toda legítima obra artística, la vibración intensa de lo bello. Torear significa, entonces, tocar un rasgo de la eternidad.
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