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#2008 - GARRIDO: Zona sagrada | PÉREZ BONALDE: Tienen razón

 

Zona sagrada

Hay una zona de silencio y polvo, de pasto ralo en las orillas, quemado por las heladas o por la sequía. Hay, en las casi invisibles fronteras del campo, hombres, muchachos, niños agazapados, enchamarrados, ocultos por bufandas y por la niebla; confundidos con los montoncitos de ropa, con los zapatos de calle, con las maletas que vigilan los viejos y unas mujeres desmañanadas.
Hay, dentro del terreno, hombres, muchachos y muchachas, niños de pie, en actitud de alerta. Algunos visten camisetas de colores vibrantes, calzones cortos, medias no siempre uniformes, zapatos erizados. Brincotean con los brazos sueltos, flexionan las piernas, arrancan a correr y en seguida se detienen. En el centro, en la línea que divide en dos el campo, está el balón.
De negro rigoroso, junto a la pelota, el árbitro alza una mano más allá de la cabeza y en la otra muñeca mira el reloj. Los jugadores de un bando llegan al centro. Hay quienes se persignan. Otros palmotean, dan voces de aliento. Ruidos que vienen de lejos pasan por encima de los rostros ensimismados. Hay un instante de silencio perfecto y luego la señal larga y estridente del silbato. El llano despierta, el juego ha comenzado.
Mañana de sábado, mañana de domingo. Uno tras otro los juegos del día; desde la madrugada hasta que comienza a caer la tarde. Camiones de redilas, automóviles repletos. Todo el equipo. Porra y madrinas. Balones y mascotas. Ramos de flores y cartones de cerveza. Trofeos y botiquín. El equipo del barrio, de la escuela, de la cuadra, de la oficina, del taller. Los cuates. Codo con codo. Las memorias de otros juegos, de otras mañanas. Las cicatrices y las victorias. Todo el pueblo, toda la ciudad, todo el país.
Campos de arena en la playa o en el lecho del río; de tierra; de césped trabajosamente conservado; de cemento o de duela, a veces techados. Entre la vegetación del trópico; en el desierto de calles nuevas y edificios recién construidos; con y casi siempre sin tribunas. La trama de redes completas, como de estadio; los límites mágicos de la meta señalados sólo por los tres palos, por dos, por dos piedras, dos botes, dos suéteres, dos marcas en el piso de la cáscara callejera. El espacio otro, el que está abierto en el tiempo, lo mide el árbitro desde su reloj.
–Ceros –se le dice al recién llegado, que alza las cejas para preguntar.
Bota el balón al caer del altísimo despeje entre piernas y codos y cuerpos que chocan. Una nube de polvo se alza. Una por cada campo.
–¡Márcalo, márcalo, no lo dejes! –grita un viejo desde la línea.
–¡Cámbiala! –grita un jugador que corre por la otra banda y que después agita los brazos con desaliento porque el compañero se empeña en pasar solo, burlando a los contrarios hasta que pierde el balón.
–¡Llévatela a tu casa! –grita una muchacha que está de pie en la tribuna.
Se entra recio, con ganas, porque las novias están mirando y porque ya se armó el pique con el contrario y porque para eso se va al llano, por delante el corazón. (Porque frente a las máquinas, sentado en el escritorio, encerrado en la bodega o en el salón hubo largas horas para soñar el partido.)
Agita el viento las cabelleras y se lleva las voces que quieren dirigir la pelota, los gritos de ánimo, las reclamaciones y las intimidaciones al árbitro. Cae un jugador por una zancadilla o recibe un codazo y a veces hay gresca, alguien sale expulsado, sufre un golpe, una lesión. Pero siempre hay manera de levantarse, de regresar al campo, de volver a jugar.
Gira el balón, sostenido por los gritos y las miradas en el centro a la olla; rueda en la triangulación al primer toque; se escurre en el pase al hueco; desaparece en la gambeta. Un manotazo a tiempo lo hace pasar por encima, a un lado de la portería. Finalmente encuentra el camino, vence al portero. Un grito múltiple recorre el llano. Salta la porra en la banda. Corre el jugador con los brazos en alto, lo asaltan los compañeros, caen en medio del polvo y los contrarios los miran con rencor.
Suena el silbato, inexorable como la muerte. La victoria y la derrota son dos caras de una misma moneda –el empate, siempre angustioso, tiene el filo del canto–. Cabizbajos o exultantes los jugadores buscan las bandas; las aguas frescas o las cervezas; el abrazo de los de afuera; la sombra de un árbol o de un muro. Sus voces van perdiéndose; se llevan la memoria de los agravios y los gritos de la victoria. Se cumple el último juego del día.
El llano vuelve a quedar solo. Zona sagrada. Zona de silencio y de polvo quieto. Se va quedando dormido bajo el brillo apagado del Sol.

Felipe Garrido (1942)
Del llano. Grabados de Iñaki Garrido.
Los libros de la Sirena, México, 1999.


Tienen razón

¡Tienen razón! Se equivocó mi mano
cuando guiada por noble patriotismo
tu infamia títuló de despotismo,
verdugo del honor venezolano!
¡Tienen razón! Tú no eres Diocleciano,
ni Sila, ni Nerón, ni Rosas mismo!
Tú llevas la vileza al fanatismo
Tú eres muy bajo para ser tirano!
“Oprimir á mi patria”: esa es tu gloria.
“Egoísmo y codicia: ese es tu lema.
“Vergüenza y deshonor: esa es tu historia.
Por eso, aún en su infortunio recio,
ya el pueblo no te lanza su anatema
¡Él te escupe a la cara su desprecio!

Juan Antonio Pérez Bonalde (1846-1892)
La Biblioteca Digital.
Editorial Babelio, 2013.

2008 Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.
26-XI-2027. Selección de Felipe Garrido.
Miguel Ángel Porrúa, editor; Academia Mexicana de la Lengua; Creadores Eméritos (INBA).

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