Hace cincuenta y dos años, el día más triste de mi vida.
Égloga I
El pastor Nemoroso llora la muerte de Elisa, su pastora, fallecida “en aquel duro trance de Lucina”; es decir, cuando daba a luz.
[…]
19
y en este mismo valle, donde agora
me entristezco y me canso en el reposo,
estuve ya contento y descansado.
¡Oh bien caduco, vano y presuroso!
Acuérdome, durmiendo aquí algún hora,
que, despertando, a Elisa vi a mi lado.
¡Oh miserable hado!
¡Oh tela delicada,
antes de tiempo dada
a los agudos filos de la muerte!
Más convenible fuera aquesta suerte
a los cansados años de mi vida,
que‘s más que‘l hierro fuerte,
que no la ha quebrantado tu partida.
20
¿Do están agora aquellos claros ojos
que llevaban tras sí, como colgada,
mi alma, doquier que ellos se volvían?
¿Do está la blanca mano delicada,
llena de vencimientos y despojos
que de mí mis sentidos l’ofrecían?
Los cabellos que veían
con gran desprecio al oro
como a menor tesoro
¿a dónde están, a dónde el blanco pecho?
¿Do la columna que’l dorado techo
con proporción graciosa sostenía?
Aquesto toda agora ya s’encierra,
por desventura mía,
en la escura, desierta y dura tierra.
21
¿Quién me dijera, Elisa, vida mía,
cuando en aqueste valle al fresco viento
andábamos cogiendo tiernas flores,
que había de ver, con largo apartamiento,
venir el triste y solitario día
que diese amargo fin a mis amores?
El cielo en mis dolores
cargó la mano tanto
que a sempiterno llanto
y a triste soledad me ha condenado;
y lo que siento más es verme atado
a la pesada vida y enojosa,
solo, desamparado,
ciego, sin lumbre en cárcel tenebrosa.
22
Después que nos dejaste, nunca pace
en hartura el ganado ya, ni acude
el campo al labrador con mano llena;
no hay bien que’n mal no se convierta y mude.
La mala hierba al trigo ahoga, y nace
en lugar suyo la infeliz avena;
la tierra, que de buena
gana nos producía
flores con que solía
quitar el solo vellas mil enojos,
produce agora en cambio estos abrojos,
ya de rigor d’espinas intratable.
Yo hago con mis ojos
crecer lloviendo el fruto miserable.
27
Mas luego a la memoria se m’ofrece
aquella noche tenebrosa, escura,
que siempre aflije esta ánima mezquina
con la memoria de mi desventura:
verte presente agora me parece
en aquel duro trance de Lucina;
y aquella voz divina,
con cuyo son y acento
a los airados vientos
pudieran amansar, que agora es muda
me parece que oigo, que a la cruda,
inexorable diosa demandabas
en aquel paso ayuda;
y tú, rústica diosa, ¿dónde estabas?
28
¿Íbate tanto en perseguir las fieras?
¿Íbate tanto en un pastor dormido?
¿Cosa pudo bastar a tal crüeza
que, conmovida a compasión, oído
a los votos y lágrimas no dieras,
por no ver hecha tierra tal belleza,
o no ver la tristeza
en que tu Nemoroso
queda, que su reposo
era seguir tu oficio, persiguiendo
las fieras por los montes y ofreciendo
a tus sagradas aras los despojos?
¡Y tú, ingrata, riendo
dejas morir mi bien ante mis ojos!
29
Divina Elisa, pues agora el cielo
con inmortales pies pisas y mides,
y su mudanza ves, estando queda,
¿por qué de mí te olvidas y no pides
que se apresure el tiempo en que este velo
rompa del cuerpo y verme libre pueda,
y en la tercera rueda,
contigo mano a mano,
busquemos otro llano,
busquemos otros montes y otros ríos,
otros valles floridos y sombríos
donde descanse y siempre pueda verte
ante los ojos míos,
sin mieo y sobresalto de perderte?
30
Nunca pusieran fin al triste lloro
los pastores, ni fueran acabadas
las canciones que sólo el monte oía
si mirando las nubes coloradas,
al tramontar del sol bordadas d’oro,
no vieran que era ya pasado el día;
la sombra se veía
venir corriendo apriesa
ya por la falda espesa
del altísimo monte, y recordando
ambos como de sueño, y acabando
el fugitivo sol, de luz escaso,
su ganado llevando,
se fueron recogiendo paso a paso.
Garcilaso de la Vega (¿1501-1503? – 1536).
Poesías completas.
Introducción y notas de Germán Bleiberg.
Alianza Editorial, Madrid, 1980.
Dolor
Mi abismo se llenó de su mirada,
y se fundió en mi ser, y fue tan mía,
que dudo si este aliento de agonía
es vida aún o muerte alucinada.
Llegó el Arcángel, descargó la espada
sobre el doble laurel que florecía
en el sellado huerto... Y aquel día
volvió la sombra y regresé a mi nada.
Creí que el mundo, ante el humano asombro,
iba a caer envuelto en el escombro
de la ruina total del firmamento...
¡Mas vi la tierra en paz, en paz la altura,
sereno el campo, la corriente pura,
el monte azul y sosegado el viento!
Enrique González Martínez (1871-1952)
Obras completas.
Edición y prólogo de Antonio Castro Leal.
El Colegio Nacional, México, 1971.
1351 - Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.
9-XII-2020. Selección de Johann Rodríguez / Felipe Garrido.
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