Poema a la madre
por ser el hijo menor,
y ya mi hermano el mayor,
me llamaba "el preferido".
Razones habrá tenido;
cada vez que me corría
detrás de ella me ponía,
y ya estaba protegido.
Si mi padre me mandaba,
a la cama sin comer,
la veía aparecer,
haciendo que se enojaba,
y a escondidas me pasaba,
la parte mía en un plato,
y "en la próxima ¡te mato!",
--me decía-- y lagrimeaba.
Aquel delantal mojado,
de lavar en la pileta,
y que retorcía inquieta,
porque alguno había avisado,
que el hijo se había peleado,
con otro chico en la esquina,
y al rato yo aparecía,
con un ojo amoratado.
Me acuerdo lo que sintió
la vez del pantalón largo,
fue un momento muy amargo,
me miraba, me tocó,
decía: "cómo creció,
si ayer lo hacía dormir",
y al quererse sonreír,
el llanto la traicionó.
Igual que muchos creí
que sabía demasiado,
por unos labios pintados
del lado de ella me fui,
y aquel día en que volví,
arruinado y amargado,
en vez de dejarme a un lado,
se puso a rezar por mí.
Cómo castiga la vida,
cómo traiciona la gente,
cómo se dobla la frente
por un plato de comida,
no hay uno que no te pida
su parte por un favor,
y se calcula el valor
que pueda tener tu herida.
Sólo ella… ella comprende
el dolor de tu mirada,
porque su vista cansada,
desde chico nos entiende.
Sólo ella te defiende,
porque sos su misma sangre,
y sólo te da una madre,
la amistad que no se vende.
Yo quería hacerle versos
como ella merecía,
¡Los empecé tantas veces!,
y no salgo del comienzo,
es que a una madre, yo pienso,
¿qué se le puede escribir?
sólo se puede decir
en la ternura de un beso.
Héctor Gagliardi (1909-1984)
Poema del padre
Oye negra, ¿te puedo hablar? Ya los chicos se han dormido.
Así que, así que deja el tejido que después te equivocás...
Hoy te quiero preguntar por qué motivo
las madres amenazan a sus hijos
con ese estribillo fijo de ¡Ah, cuando venga tu padre!
Y con tu padre de aquí y con tu padre de allá
resulta de que al final al verme llegar a mí
lo ven entrar a Caín y escapan por todos lados.
Y yo, que vengo cansado de trabajar todo el día,
recibo de bienvenida una lista de acusados.
Tú empiezas con tus quejas y yo tengo que enojarme
igual que hacía mi padre al escuchar a su vieja.
Entraba a fruncir la ceja apoyando a ese fiscal
que en medio del temporal se erigía en defensora,
lo mismo que tú ahora que siempre me dejas mal.
Si los perdono, ¡que ejemplo! ¡es así como los educas!
Si los castigo, ¡no tienes sentimientos!
A mí, a mí que llegué contento y no tuve más remedio
que poner cara de serio y escuchar tu letanía.
A mí, a mí que me paso el día pensando en jugar con ellos.
Yo sueño en llegar a casa y olvidarme felizmente del trabajo,
de la gente y de todo lo que pasa.
Los hijos son la esperanza y el porqué de nuestras vidas;
por eso nunca les digas ¡Ah, cuando venga tu padre!
No quiero encontrar culpables, quiero encontrar alegría,
que no me pongas de escudo como lo hacía mi madre
que consiguió que a mi padre lo imaginara un verdugo.
El llegaba y te aseguro que se acababan las risas
y en lugar de una caricia o hablarle como a un amigo,
lo miraba compungido presintiendo una paliza.
Y el pobre, que me entendía, sacudiendo la cabeza
escuchaba con tristeza lo que mi madre decía.
Y que él, y que él de sobra sabía
que con éste no se puede, que me pinta las paredes,
que trajo las suelas rotas, que la calle, la pelota
que me saca canas verdes.
¡A la cama sin cenar!, aburrido me ordenaba.
Mi madre me consolaba y yo, yo lo culpaba a él,
a él que había llegado recién de trabajar, cansado,
y ya lo había yo amargado con todas mis travesuras.
Los hijos nunca analizan el sentimiento del padre,
porque el brillo de la madre es tan fuerte que lo eclipsa,
sólo le hacemos justicia cuando nos toca vivir
a nosotros su problema.
¡Ay, si mi padre viviera, que recién lo comprendo!
Y por qué nunca me dijo lo mucho que me quería
si hoy yo sé cuánto sufría al ver enfermo a su hijo.
Porque me miraba fijo el primer pantalón largo
y sé que, hasta me ha besado cuando yo estaba dormido.
Hoy que todo lo comprendo, por qué no estás a mi lado.
Por qué no estás ahora para besarte bien fuerte, Viejo lindo,
y ofrecerte mi cariño a todas horas.
Ves a tu hijo que llora, pero llora con razón,
porque te pide perdón pensando en aquellos días
en que ciego no veía que eras puro corazón.
Déjame negra que llore, es tan lindo desahogarse.
En fin, veamos, veamos que hacen nuestros futuros señores.
Mira esos pantalones, tápale un poco a la nena.
Si, si ya sé, no me lo digás, hoy se fue a la calle sola.
Acuéstate rezongona, mañana, mañana será otro día.
Hector Gagliardi (1909-1984)
2007: "Mis 30 mejores canciones" –
SONY MUSIC ENTERTAINMENT ARGENTINA S.A.
2046 Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.3-I-2023. Selección de Felipe Garrido.
Miguel Ángel Porrúa, editor; Academia Mexicana de la Lengua; Creadores Eméritos FONCA
Reacciones a la selección de ayer:
Adolfo Castañón: Gracias por el envío (2045) del poema “Retorno de Electra”, escrito por Enriqueta Ochoa a los cincuenta años y dedicado a su maestro Rafael del Rio. De él aprendió la poeta muchas cosas; sobre todo a seguir los ecos presentidos de su voz interior. El poema lo escribió tras la muerte de varios de sus seres más queridos. Es una meditación llana y desnuda sobre el hecho de la muerte y de lo que ésta arranca en quien la vive o la desvive con su duelo. Poderosa voz es la de Ochoa. Su intensa y estremecedora elegía no cancela sin embargo la mirada a quienes comparten el duelo. De ahí que este “Retorno de Electra” no sea un monólogo solipsista sino una canción solidaria que podría ser sentida como una canción de cuna para los muertos que llevan en su seno los sobrevivientes. La intensidad de la voz de la poeta está suavizada por su cuidadosa dicción en la que es posible advertir un bálsamo. De ahí que el poema pueda ser leído como una lección catártica y purificadora. Saludos afectuosos a Marianne.
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