Relato
Puntual,
asistente de líquen y de ortigas
llegas, oh soledad, puntual como la noche,
como la lluvia de este otoño, llegas como
la estricta jaula que nos forma el aire.
¿A qué hora del día nos duele más la vida?
Decimos soledad por no decir “qué frío”,
decimos “voy contigo”, para quedarnos solos.
Un día
alguien ama nuestro silencio,
esta forma de viajar sobre la tierra.
Se tropieza, fumamos, hacemos el amor,
y al comer cubrimos el pan de espesa mantequilla
parecida a la sombra,
seguros de caminar mañana
entre escritorios grises de oficinas.
Y sin embargo el sueño llega.
Una vez, cuando el mundo se hizo de otra edad
y cabía en un grano de arena,
las hojas amortajaban al rocío, el viento
rasgaba las cuerdas de las rocas, y los bosques
eran las astas de los ciervos.
Luego vinieron los mares ateridos.
Alguien vino, también, y abrió la roja puerta
de par en par, y las oscuras dehesas
del polvo y de la nieve
salieron como radiantes novias
arrodilladas en los valles.
El baile se acabó y sólo la alegría fósil
fue cruel bajo el otoño.
Ante un grupo y en medio de la plaza,
un minero barbado y casi ciego siguió el relato:
--Hubo una vez un hombre que cosía su piel,
poro a poro, sin poder cubrir toda su desgarradura.
Llegó de siempre
y era su ropa la furiosa larva.
Cuando reunía a la gente desenjaulaba el mar
con su palabra. Arena su ademán,
los campos del elogio no tuvieron fronteras,
y lo que dijo fue como corderos
saliendo transparentes de un río:
Echaos una adularia en la boca
y vuestra memoria se refrescará.
Bebed vino en cuya copa hayáis puesto
una amatista, y jamás os embriagaréis.
Pero un día se bañó de légamo y betún
y su espíritu fue como aquel que tiene hambre y duerme
y sueña con la mesa servida para todos.
Mas cuando abrió los ojos su alma estaba seca,
fue escupido y arrastrado por una multitud.
Y su nombre no fue nunca pronunciado.
Por largas galerías corrió el eco
como un vigilante de sentencias,
y en las paredes únicamente
quedó escrito:
“Me han llamado Extranjero y Gran digitador,
cuando yo sólo reunía la luz.”
Juan Bañuelos (1932-2017)
Visión desde un cráneo verde
Cuando somos un instrumento peligroso
no parpadea la locura.
O amanecer en la fruta del día
y en la boca del diablo
es grave, porque esa fruta
se nombra soledad y sabe a pez despacio.
Una vez y otra vez somos fecha de alguien
que nos mancha de tiempo como un calendario.
Nos usan las palabras, nos usan los vestidos,
el triste rato de pensarnos;
nos ladra el mastín corpulento del miedo,
nos arrastran los mares cuando mueren sus brazos.
Somos la brasa, el amante que flota
lascivamente ahogado.
Algo muere en nosotros
cuando se apagan los astros.
Y es que a través de humo,
del cuervo espejo diario,
nos damos cuenta, al fin, por un largo cabello,
de que somos humanos.
Al pasar por la vida
¿qué sentirá aquel árbol desgajado?
Juan Bañuelos (1932-2017)
Veinte años de poesía (1968-1987).
Selección de Alejandro Sandoval
Joaquín Mortiz, México, 1988.
2135 Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.
4-IV-2023. Selección de Felipe Garrido.
Reacciones a la selección previa:
Elisa Josefina Hernández Aréchiga: Me encantó cerrar marzo con cuatro mujeres poetas: Blanca Andreu, Kyra Galván, Citlali Guerrero y Yelitza Ruiz. Las acompañaron Sabines y Hugo Gutiérrez Vega, quienes ya han aparecido en este chat. ¡Nuestro 8M poético!
Coyoli Socorro Arce: Hugo Gutiérrez Vega, el poeta embajador, tenía una personalidad arrolladora. Vino a Guadalajara a presentar una obra montada con poemas de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz. Fue maravillosa esa noche; con su potente y modulada voz, con su extraordinaria actuación, me hizo llorar. Allá por los años setenta.
Bernardo Bátiz: Díaz Mirón fue para mí, durante mi adolescencia, modelo de poeta y paradigma de lo que es la poesía. Mi maestro preparatoriano de Literatura Mexicana, después amigo de charlas interminables, también gran escritor, Vicente Magdaleno, declamaba el soneto que ahora tuvimos a la vista, “Engarce”. Lo decía con voz pausada, casi un murmullo y se hacia el silencio absoluto en aquel salón del tercer piso, el último rincón después de los murales, en San Ildefonso. Un soneto perfecto, catorce versos inmejorables, consonantes, musicales: divino, vino, tino, fino… Nos (me) lo aprendí de memoria, aún lo digo a solas. El sentido y rítmico relato de una aventura romántica del imaginativo e impetuoso poeta (y energúmeno) veracruzano, que se describe como “tierno y audaz”, con una bella que le habla desde algún balcón, “como una estrella, como nunca bella”. Y el cierre no menos inspirado, con su elegante, gráfica, teatral figura para describir el gesto: “se puso el manto, se quitó el decoro y fue conmigo a responder a un reto.” “Aventura feliz, la rememoro con inútil afán”, como si yo mismo hubiera sido el afortunado galán que engarza un suspiro para cerrar uno de los mejores sonetos que he leído o escuchado. Luego supe que algunos dicen que sus lances y sus aventuras eran más imaginación que realidad, pero yo sigo admirando al terrible Salvador… (“Don Salvador” debí escribir.)
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