El espejo de Dostoievski
A Verónica Spáaskaya
Me iba ya de la casa
que no estaba ocupada ni vacía,
que está en el borde de los vivos y los muertos,
llena de cosas maduras por el uso y el desuso, tan tenaces,
con los ojos abiertos a la sombra—
cuando volví sobre mis pasos.
Fue quizás el sombrero bajo el cristal,
el bastón oscuro, desgastado por la punta,
los dos paraguas inútiles en la bastonera,
no esperando a nadie, ausentes
de toda mano.
Algo faltaba, aquello
por lo que él llevaba la tercera taza de té a su escritorio
y escribía salvajemente toda la noche blanca como una página
cuyo blancor lechoso flota sobre el Neva
y no es posible llenarla con ninguna mirada.
Entonces miré su espejo:
vértigo, miedo, audacia, tentación indescifrable.
No mirarme en él (absurdo), sino mirarlo a él,
a su espejo sin él, desnudo de él, ovalado
en su marco de madera.
Todo tan pobre, tan alucinante, tan real.
(Él no inventaba nada, me dijeron: ésa es la ventana
lívida de la usurera: si escribe veintitrés escalones,
son veintitrés, ni uno más, ni uno menos. Es decir,
me digo, lo inventaba todo como era. Estoy
en su casa.)
La visita no había concluido.
Volví sobre mis pasos, regresé, como si ya
me hubiera acostumbrado, tan pronto, a aquel lugar,
a aquella pequeña salida o entrada que él usaba.
Me paré frente al espejo, escudriñando, interrumpiendo su desierto río,
expuesto, idiota, indetenible, decidido a todo.
Entonces vi lo que faltaba.
Casa de Lezama
Lezama, usted me mira y se ríe
con sus ojos achinados de criollo
que sabe que se ha salido con la suya,
aunque esté decapitado en el marcador
de unas obras completas aguilar que le llegaron
a la casa vacía: usted se ríe
y me mira sin mirarme porque sabe
que ya esa condición no es necesaria:
usted se ríe, nos ríe
como un sabio mandarín
jugando el juego de las decapitaciones:
ahora soy una testa cortada
en el marcador de una obra
que no veré nunca, pero la conversación
no tiene por qué interrumpirse.
La benévola, el rocío,
no tienen por qué interrumpirse.
Entre lo más cercano y lo más lejano
su rostro pasa del aire a la hoja
que lo devuelve en la respiración
de la marea y las estrellas.
Estamos en el mismo sitio
donde nos sorprendió la vida,
los tres, los dos, o los cuatro
siempre falta uno al que usted alude
con una bocanada de ironía indescifrable.
Se ve que le han quitado el pecho ansioso,
hundido como acordeón entre arrecifes,
que le han quitado hasta el tonel
donde nadaba con las manos atadas,
y se ha quedado ya cortado
de todo, sin jadeo, en el murmullo
que sale de una gruta submarina.
Pero esa gruta sigue siendo Trocadero
entre Industrias y Consulado: sí, más cerca
del bastidor de Flora, inventora
suprema de las cosas, alejada
del sombrío canaleto de luces amarillas:
allí el sitio a donde calles
confusas no conducen, donde una
estrella recién cortada
va mojando sus puntas en otra estrella enemiga.
Oh Dios, oh dioses, éste es el sitio.
Las columnas graciosas nos esperan,
la ventana cerrada está temblando,
la puerta oculta, lateral, se entreabre.
Usted nos recibía con el peso
de toda pesadumbre que se alza
a bendecir al peregrino, con las puntas
de los dedos mojados en la sal sudor marino
y soñada ceremonia de una voz
que sonreía desde lejos contemplando
el regreso de Orfeo hacia la luz.
Era la casa del análogo, al entrar
dejábamos de ser ese deseo errante,
ese furor desértico del yo, para bañarnos
en la brisita nupcial de la metáfora
y salir a pasear por la otra orilla.
Su secreto era un punto imprecisable
que lo tocaba todo, trastes de ámbar
por su sueño toca, Tao del centro de La Habana,
el mejor té de La Habana Vieja ya llegaba
o el copón helado del risueño limoné.
Aquel punto volante, imán
de la mutua alegría del saber y el no saber,
en este dulce octubre de la reminiscencia.
Octubre está escalando sereno la ventana.
Usted se asoma a la ventana para vernos,
para entrar en la cámara oscura con nosotros
y salir los cuatro fijos en el punto inmóvil
mirando la luciérnaga muerta, pero no por eso
tiene que interrumpirse la conversación.
La ventana se cierra cortando los colores
de la vecinería como un mazapán que se rebana
y se sirve riendo a la visita en la sala materna.
Cintio Vitier (Cayo Hueso, 1921 - La Habana, 2009)
Hojas perdidizas.
Ediciones del Equilibrista,
México, 1988.
2189 Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.
1°-VI-2023. Selección de Felipe Garrido.
Reacciones a la selección previa:
Luisa Huertas me hizo llegar, hace unos días, la nota que sigue, que ella tomó del blog que publica Fernando Fernández, “Siglo en la brisa”. Yo hablé con Luisa y después con Fernando, quien solicitó a Verónica Murguía su autorización para incluir esta foto y este texto en Un poema al día. Vaya por delante mi gratitud para Verónica, Fernando y Luisa.
Fernando Fernández: En el minuto mismo en que pensaba cómo acompañar esta preciosa foto, hecha el 28 de julio de 2016, jueves, en el restaurante Bellinghausen de la ciudad de México, la escritora Verónica Murguía me hizo llegar por correo electrónico, igual que hizo con otros amigos, dos poemas inéditos de David Huerta (izquierda) dedicados a Antonio Deltoro. Yo había quedado de comer con Toni poco después de entrevistarlo sobre una antología de la poesía de Antonio Machado que él acababa de publicar. En el intercambio de correos que antecedió a nuestro encuentro, una vez acordados día, lugar y hora, me escribió para decirme que acababa de invitar a David a unirse al plan. Yo ignoraba que fueran amigos, como tampoco sabía del inmenso cariño que había entre ellos dos, y que tuve el placer de presenciar durante aquella comida. Ambos eran poetas, así que no es raro que haya sido en verso el modo en que uno de ellos deseara celebrar su relación con el otro; lo llamativo es la ligereza y la gracia con las que Huerta hizo uso de las formas tradicionales representadas en los poemas, dos sonetillos de versos de ocho sílabas y un soneto. David murió hace casi ocho meses; Toni, la semana pasada. Publico este testimonio único de su amistad para que lo conozcan quienes siguen este blog –Siglo en la brisa. (Con mi agradecimiento a Verónica Murguía.)
Dos sonetos para Antonio Deltoro
(Para restituirle un sonetillo octosilábico extraviado en Taxco)
¿Dónde quedó aquel soneto,
querido Antonio: en el monte,
en el tendido horizonte
o encima de un parapeto?
No lo sé pero prometo
en el vuelo del sinsonte
buscar, ¡mal haya Caronte!,
la rima de este cuarteto.
Quiero decir: no se muere
lo que por ti siento, amigo:
me da gusto declararlo.
Huye el pájaro. No espere,
este poema que digo,
el momento de alcanzarlo.
2
Si en el soneto perdido
me equivoqué en algo, ruego
a quien lo encuentre, si es lego,
no haga caso del sonido.
Lo importante era el sentido:
la amistad, que es como un fuego
capaz de curar a un ciego
con un calor encendido.
Antonio: aquí restituyo
lo que quise fuera tuyo
—el testimonio sincero,
mexicano y valenciano,
gongorino y machadiano,
de quien afirma: «te quiero».
Tlayacapan (Morelos), 3 de agosto 2002
Ginebra, 14 de junio de 1986
Para Antonio Deltoro
El argentino de la voz cansina
guardaba en la memoria prodigiosa
innumerables versos que la diosa
ojizarca le dio. La luz declina
como en sus ojos declinó: la espina
de la ceguera en él fue lenta rosa,
meditación y luz, niebla asombrosa,
vigilia de cristal, noche divina.
Los versos del poema se fundieron
en una sola imagen para el ciego
que los leyó, los escribió y le dieron
al fin de la jornada un claro fuego:
fulgor de poesía. Entonces vieron
sus ojos vivos al inglés y al griego.
Tlayacapan (Morelos), 15 y 16 de febrero de 2002
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