Promesas
Para Johann Rodrigo Romero Ayala
Papá me acarició la cabeza, apenitas, pasando por mis cabellos sus dedos trabajados por sus trabajos; me creyó dormido y no quiso despertarme. El sol todavía no despuntaba, pero ya había esa claridad que lo anuncia. Volveré. Voy a traerte todo lo que te falta. Habló a mi oído con un susurro que ya olía a mezcal. Me dio la espalda y tomó en brazos a mi hermano, que mamaba todavía. Tal vez no quiso que yo lo viera llorar. A mamá eso no le importaba. Las lágrimas le rodaban y le caían en las manos, que tenían estrujada una estampita. Se abrazaron un rato largo, largo, largo. Luego se oyeron voces que lo llamaban.
No sé cuánto tiempo hace de ese día. En la repisa, escondida detrás de San Judas, está aquella estampa; a veces mamá la toma y vuelve a llorar. Mi hermano ya camina y ya aprendió a hablar y no se acuerda de papá. Yo sí. Yo sé que volverá.
El lago
–¿Qué pasa contigo? –pregunta mamá y alza las cejas porque de nuevo traigo mojados los zapatos.
“Estuve jugando en la orilla del lago”, pienso que voy a decir pero mejor me quedo callado porque ella nunca lo ha visto y cuando le digo eso se enfurece o se pone triste o me mira como uno ve cuando ya no tiene palabras para decir lo que quiere, y entonces alza los brazos y los detiene un momento junto a la cabeza y después los deja caer a los lados en un solo movimiento y me grita o me da un empujón.
–No me di cuenta –digo, pues, aunque sé que es mentira y que no explica nada. Mamá me mira con los brazos cruzados, con los dientes apretados, mordiendo palabras que no quiere soltar.
–Ayer fue lo mismo. ¡Todos los días! –dice al fin, y pasa frente a mí, se sienta a la mesa, comienza a revisar los papeles que trajo de su changarro, como ella dice cuando se ríe. Me gusta la risa de mamá. “Ven a ver el lago –quiero decirle–. Hay pinos y sauces y palmeras. Hay búhos y tucanes y gaviotas. Hay tapires y búfalos y osos polares. El agua es tibia, espesa, perfumada.” Pero no me atrevo. Me quedo de pie, viendo cómo revisa los papeles, cómo lleva cuentas en su libreta, como se quita los zapatos con los pies, sin suspender lo que hace.
–¿Qué esperas? –me pregunta sin alzar la vista–¿No vas a cambiarte?
“Ven conmigo –quiero decirle¬–. El lago es bellísimo y peligroso. No me dejes ir solo.” Pero las palabras se me quedan en la cabeza, no bajan a la boca. Se me quedan como meros pensamientos mientras la veo fumar.
–Vas a resfriarte –me dice subiendo el tono de voz– ¡A quién se le ocurre! –reclama– ¿Qué esperas? Sube a cambiarte –ordena, y entonces sí levanta la cabeza y me mira. Yo clavo en los suyos mis ojos, para que comprenda todo eso que me gustaría decirle. Pero ella vuelve a sus papeles. Doy media vuelta. Subo por la escalera de ladrillo y duelas. Recorro el pasillo. Llego a mi cuarto. Oigo el radio, abajo, porque mamá acaba de encenderlo. Me pongo de puntas y abro la puerta.
Entonces lo veo, enorme y verde, con altas nubes blancas por encima. Con yucas, jacarandas y papiros; con serpientes, elefantes y caballos. Me lleno las narices con el aroma de las flores que crecen en el agua; me lleno los oídos con los gritos de animales que no alcanzo a ver. Me quito los zapatos. Me desnudo. Siento en las piernas el agua tibia y espesa. Avanzo sin volver la vista. Cuando pierdo fondo comienzo a nadar, hacia el frente, con todas mis fuerzas, porque no quiero nunca, nunca, nunca regresar.
Despedida
Hubo un tiempo en que yo vivía sin preocuparme por tener alguna propiedad, un doctorado, una familia, y fui por el mundo con un par de libros, un cuaderno y un lápiz. Pero pasaron los días y las noches y finalmente sucumbí: busqué cuatro paredes, eché raíces y comencé a llenar el espacio que tenía con objetos y con compañía. Encontré a alguien a quien querer y compré una cama, una mesa, cuatro sillas, un brasero, una guitarra, unos versos, dos hijos. Eso fue el principio. Luego, ya no pude parar; me convertí en una máquina de consumir y fui acumulando todo esto que ahora me rodea: negocios y mansiones que no conozco, libros que no he leído, cuadros que no tengo dónde colgar, vinos, viajes, relaciones, otros hijos. Aprendí a codiciar y reuní todo esto que tengo. Lo que ahora sigue es el tiempo de despedirse, de ir perdiendo todo esto que soy.
Felipe Garrido (Guadalajara, 1942)
Mentiras transparentes.
Laberinto, México, 2022.
Mentiras transparentes tiene trescientos y tantos (tres o cuatro más) cuentos.
2196 Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.
Miguel Ángel Porrúa, editor; Academia Mexicana de la Lengua; Creadores Eméritos FONCA.
Reacciones a la selección previa:
Beatriz Corona: Poderosas las palabras de Sandro, vencido hace tres años por la COVID-19; un poema de amor dedicado a su hoy viuda, la también escritora Josefina Estrada. Tuve el gusto de conocerlo y participar en algunas clínicas que dictó, entre ellas "Penas y glorias de un gerundio en estado de sitio", en el marco del Concilio Nacional de correctores de octubre de 2014. A Sandro lo aprecié y admiré. Considero que su muerte es una gran pérdida, pero su legado permanece en las letras y en la academia mexicanas. Fue un maestro notable; sobre todo de redacción.
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