Exágonos
AMAR. Toda la vida es llamas.
Sendero de lirios quemados,
amor sin esperanza.
Silencioso y eterno, amor callado
en el mar, junto al cielo. Sola el alma,
vertiginosa y trágica, pasando.
LLEGAD, oh dulces horas,
y tocadle la faz con estas flores
cogidas en la noche. Despertadla
y rodead su lecho. Dad mejores
perfiles a las cosas. Toda el alma,
melodía modulada sobre antiguos colores.
EL BUQUE ha chocado con la Luna.
Nuestros equipajes, de pronto, se iluminaron.
Todos hablábamos en verso
y nos referíamos los hechos más ocultados.
Pero la Luna se fue a pique
a pesar de nuestros esfuerzos románticos.
¿ADONDE va mi corazón
por esta luminosa avenida?
Buenas noches, doña desilusión.
¡Si yo estaba por la provincia
hipotecando puestas de sol
para edificar mi vida!
CUANDO el Trasatlántico pasaba
por el arco verde oro de la aurora,
las sirenas aparecieron coronadas
con las últimas rosas
pidiéndonos sándwiches y champagne.
¿Por qué nunca se acercarán a las costas?
Carlos Pellicer (Villahermosa, 1899 - Ciudad de México, 1977)
Pachuca
En las escuelas de Pachuca ¡qué fácil será entender que la tierra es redonda! Pero no cóncava, sino convexa, y que la naranja lo es vista desde adentro, la otra mitad el cielo. Todo el pueblo se ha hundido por el peso del reloj central, que cada cuarto de hora inicia una canción demodada. Esta música, a la larga, llega a pesar más que la torre misma. Se llega de noche y nunca se sabe, desde el balcón del hotel, dónde termina la tierra y comienza el cielo, lo mismo de cargados de luces y de estrellas.
Por el columpio de la calle se mecen, sonámbulos, unos cíclopes truculentos que llevan en la mano, para mayor comodidad, su ojo único, luminoso y redondo. En la noche, sólo ellos y los gatos, pues los hombres vulgares no se aventuran ni cien pasos por las veredas falaces; ellos sí, que al salir ya se saben a salvo, con el paracaídas de luz en la mano, y son ellos por eso los únicos clientes de las tabernas nocturnas.
Para los demás habitantes se han hecho las farmacias y las dulcerías --allí tan numerosas. Se ha previsto el exceso de susto y derrame de bilis: de noche, el temor a caer en una mina profunda; con la aurora: ¡El sol!, se dicen los habitantes: que no lo vean los mineros, pues abrirían un pozo en el cielo. Y se ponen, unánimes, a soplar contra el Oriente el humo de las chimeneas, para velar un poco el oro celeste. Muchas veces han estado a punto de ser sorprendidos en esa actitud de vientos de la antigua cartografía, en una larga fila temblorosa.
Después ya no pueden disimular su azoro en todo el día, y en la primera parte de la mañana se equivocan invariablemente al comprar o al vender, al administrar justicia, al hacer el amor. El reloj también se equivoca. Tiene que corregir, cada quince minutos, recomenzándola al infinito, el principio de su cancioncilla.
El cielo, en otras partes más que un océano, allí es sólo un pequeño lago invertido. Las casas, sedientas, escalan los cerros arrastrándose hacia él. Por él vagan, tortugas aladas, hilera interminable de hormigas celestes, las carretillas del funicular.
Y los cíclopes siguen siendo, ya de día, un poco de noche rezagada.
Mujeres rubias, producto taumatúrgico del oro --que están allí por el oro que llegaron a buscar sus maridos o sus padres-- miran nostálgicas la única brecha al Norte, y se tiran a los tranvías de cola de pavo como una paletada de mineral a la vagoneta de la mina.
Los literatos locales sollozan; --¡Ay, cómo ahoga este ambiente, ay!-- y esos señores de bigote que abundan en las provincias hacen de la plaza municipal la vitrina de un expendio de postizos. Enfrente está la loba del bar. Son demasiados gemelos. El mozo se viste apresurado su traje más desastroso; aumenta artificialmente su mugre; se ata al cuello una chalina casi romántica; hace versos, cocteles y chistes, malos, fulminantes y desagradables, respectivamente. Habla de medicina.
La medicina es la epidemia verdadera. Todos se contagian. Todos hablan, a las doce del día, de medicina, porque algún viajero macilento no llega a buscar oro, sino salud, a un pueblo vecino. Se le admira abiertamente. ¿Tanto oro tiene, o tan poca salud, que ha venido a eso tan sólo? Llegan estudiantes, mineros, empleados. A los dos minutos están hablando ya de medicina.
--Yo, dice un pobre, una vez tuve un resfriado.
Lo interrumpen miradas frías de desprecio; parece indigna del minuto, esa casi enfermedad insignificante. Y el pobre calla, lamentando la ausencia en su historia de una de nombre y terapéutica complicados.
A todo esto el cielo es espeso. La tierra se fuma una chimenea más. Olvidaba el júbilo de las muchachas con gorras de colegiala. Olvidaba a los aguadores, balanzas ambulantes de fiel un poco encorvado por la inútil tarea de tasar en agua el peso del agua, demostración patética de que la vida es dura, que amarga y pesa.
No hay ninguna ciudad más agraria. Si yo conociera un paisaje más austero, más aún del cubismo, me habría ido allá a pensar mi novela. Vislumbro que el terror, un terror ancestral, natural, ya fisiológico, es el complejo sumergido decisivo en sus habitantes.
Los cíclopes son los culpables. Son unos hombres fuertes, alegres y violentos. Vienen del Real. Bajan del monte a beberse los licores de los de Pachuca, y cargan de paso con sus mujeres. Aunque no se recuerda un rapto de las sabinas violento, con violencia histórica, es indudable que se consuma todos los días, de una manera legal e hipócrita, bien adaptado a la época y al ambiente.
Si los de Pachuca no han desaparecido, la explicación es fácil: ya tenía un amigo con tal aspecto de víctima, que era de tal manera el arquetipo de la víctima, que todos los que nos acercábamos a él dudábamos un instante si alguna vez lo habríamos ofendido; nos parecía seguro que alguna ocasión lo habríamos hecho, y, por escrúpulos, nos acercábamos a él ofreciéndole nuestra mejor sonrisa como un presente de desagravio; así, en realidad, no fue nunca víctima de nadie. Todos los del Real tienen en Pachuca un amigo así.
Pero ahora caigo en la pedantería de esta página que acabo de escribir. En realidad, no me interesa el unanimismo como actividad mía. Lo único que deseo es dibujar el muñeco Ernesto y a dos muchachas lo mismo de falsas que él, y confieso trampa el haberme detenido en este fondo algo barroco pero que me era indispensable para justificar algunas cosas. Lo patético sería –ved que sí lo comprendo-- el choque de la curiosidad de las dos muchachas, azuzada por los ojos borrascosos de Ernesto, con el miedo atmosférico de Pachuca. Pero tampoco es eso lo que quiero. Estoy a punto de reconocer que todo lo escrito hasta aquí puede ser pasado por alto.
(De “Novela en forma de nube”, próximo suplemento de esta Revista.)
Gilberto Owen (El Rosario, 1904 - Filadelfia, 1952)
Silencios
Mi silencio y tu silencio
se deslíen en el aire mortal.
Ni una estrella anuncia tu llegada
ni indica mi partida:
somos dos puntos que nunca
se encontrarán;
como los polos opuestos de una esfera sin eje.
Tu silencio es eco de mi silencio,
solamente nuestras lágrimas se unirán
para hacerle un collar a la luna desmayada sobre el mar.
Sobre la antena alerta
las nubes lloran azul neblina.
El barco va en silencio rompiendo el agua entera
en donde las medusas asustadas
palpitan en el cristal de sus raíces.
No le digas a nadie el secreto.
El secreto tuyo, el secreto mío:
amor y odio es el mismo
disfrazado unas veces de azul,
otras veces de azul
y otras veces de silencio.
Roberto Montenegro (Guadalajara, 1881 - Ciudad de México, 1968)
Nota: como su nombre lo indica, este poema es del pintor Montenegro.
Los tres textos de esta entrega aparecieron originalmente en el número 2 de la revista ULISES, junio de 1927, en la ciudad de México. Editores: Salvador Novo y Xavier Villaurrutia.Ulises (1927-1928) Escala (1930)
Revistas Literarias Mexicanas
Modernas
FCE, México, 1981.
2224 Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.
6-VII-2023. Selección de Felipe Garrido.
Miguel Ángel Porrúa, editor; Academia Mexicana de la Lengua; Creadores Eméritos FONCA
Roberto Montenegro Autorretrato en bola de cristal, 1953. Óleo sobre lienzo, 78 x 64 cm Fuente: WikiArt |
Reacciones a la selección previa:
Adolfo Castañón: Gracias por la entrega de este 5 de julio del 2023, dedicada a uno de los Santos Patrones de la Religión del Amor, al poeta medieval y casi renacentista Garci Sánchez de Badajoz. Uno de sus devotos y herederos contemporáneos fue y es ese avatar juglaresco que llevó el nombre de Juan José Arreola. Lo que está en juego en los versos susurrados como al salir de un sueño en el poema de Garci Sánchez es el sueño del amor, la experiencia a la vez dolorosa y enloquecida del vivir enamorado, puesto en vilo por el amor. El exvoto de Juan José Arreola es eso: una de esas imágenes que se ponen al lado o al pie de un Santo, en este caso, un caballero desvelado que es el patrón de los lunáticos que viven y se desviven toda la vida como adolescentes en busca de la llama doble del amor absoluto que arde en este mundo y en el otro. Gracias, querido Felipe por esta oportuna recordacíón hecha al hilo de la pasíón amorosa que se resuelve en sangrante y a veces sangrienta letra. Un abrazo. Ps le marco copia a Alonso Arreola.
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