Algunos pensarán que esto no es poesía. Yo no pude resistir la oportunidad de compartirlo. Son las palabras con que concluye el Diario de Antonieta.
Epílogo
He decidido acabar --no lo haré aquí en el hotel para no comprometer a los que me han ayudado. Anoche vino a dejarme hasta la puerta y en su propio coche, Arturo [Pani, cónsul de México en París]. No parecía tomar en serio la afirmación que le hice de estar decidida a matarme a fin de que mi hijo vuelva a su padre, que lo educará según las costumbres de su familia burguesa. ¡Pobre Arturo! Soportó que le hiciera los más duros reproches. ¿Cómo podía ser que un hombre como él, tan decente en lo personal, se mantuviera al servicio de la pandilla de miserables que forman el gobierno de Calles en México? Por cierto que salí del Consulado presa de gran agitación. Se hallaban allí, y se apresuraron a saludarme, dos de nuestros famosos compositores populares: Tata [Nacho, Ignacio Fernández Esperón] no sé cuántos, y el otro también célebre. Partían también para México y se felicitaban de que pudiésemos ser compañeros de viaje. “¡Tan chulo nuestro México!”, dijeron. En ese momento perdí la calma y prorrumpí casi en insultos: “¡Tan puerco, les dije, tan puerco como todos los que ven con indiferencia aquella situación! ¿Qué no les da asco? ¿Qué ya se acabaron los hombres? Por mi parte, a mí me da náuseas pensar que he de volver a mirar las caras de todos esos rufianes sin ponerles el puño en el rostro.”
Cuando llegué al hotel, me asomé al cuarto de Vasconcelos. No había llegado; anda con Deambrosis, muy ocupado en conseguir el local para la reaparición de su Antorcha. Le he dicho que me tome de traductora, de cualquier cosa, por sólo la comida, en una buhardilla; lo que no quiero es irme a México. Me contestó que no estábamos en condiciones de jugar a la bohemia. “Tú estás acostumbrada, expresó, a una vida de lujo, más bien de derroche; no te imaginas lo que es la pobreza. Ve y recoge lo que quede de tus bienes; con sólo el valor de tus alhajas puedes poner algún dinero a rédito y con eso podrás sostenerte aquí indefinidamente. Todo será cuestión de un par de meses. La revista estará a tus órdenes; nadie puede sustituirte en ella, por lo demás...”
Se ve que Vasconcelos tiene alta estima de mi talento literario, pero no me cree capaz de un sacrificio prolongado. “Una revista, me ha dicho, para sostenerse ha de organizarse como negocio y el negocio no tiene nada que ver con la abnegación; a todo el mundo hay que pagarle sus servicios, no quiero que nadie después se llame explotado.”
Pese a estas actitudes que presumen habilidad para los negocios, no creo que no se dé cuenta Vasconcelos de que la revista durará lo que duren los escasos fondos que ha podido reunir con sus conferencias de Colombia. En México nadie le va a ayudar, ni sus mejores amigos, por miedo a complicarse los que tienen algo y porque no pueden los más, que son muy pobres.
No dejé, sin embargo, de responder a su prédica materialista: “¿Cómo es que tú sí te sacrificas? Ahora mismo, de lo poco con que cuentas, me has dado para los pasajes a México. Te devolveré ese dinero; no quiero usarlo. Además, añadí, tú sabes que de un momento a otro llegará dinero mío. (Eso vengo afirmando, pero ya sé que no vendrá; llevo muchos días pendiente del casillero cada vez que atravieso el vestíbulo, y nada).” Lo mejor es lo que tengo decidido; será mañana sin falta. Ya está en mi poder la pistola que saqué de entre los libros del baúl de Vasconcelos. Es la que lo acompañó en toda la gira electoral. “No la usaré, me dijo alguna vez, sino para reprender alguna agresión personal, para evitar algún vejamen.” Es bueno que no haya tenido necesidad de ella; ¡pobre!, le va a doler cuando sepa que me estaba reservado a mí el usarla. En lo íntimo, me va a reprochar que no lo acompañara hasta el fin; él tiene fuerzas para esperar en actitud de combate; en realidad es inexpugnable, acaso porque siempre cuenta de antemano con el fracaso; por eso no se doblega, sigue adelante. Me duele dejarlo; se va a sentir herido, estoy por decir, traicionado, pero le pasará pronto y me perdonará y acaso hasta sienta algún alivio allá en lo profundo; al fin y al cabo, seré un peso menos en su carga que es gigantesca.
No me necesita, él mismo lo dijo cuando hablamos largo la noche de nuestro reencuentro aquí en esta misma habitación. En lo más animado del diálogo, pregunté:
“Dime si de verdad, de verdad, tienes necesidad de mí.” No sé si presintiendo mi desesperación o por exceso de sinceridad, reflexionó y repuso: “Ninguna alma necesita de otra; nadie, ni hombre ni mujer, necesita más que de Dios. Cada uno tiene su destino ligado sólo con el Creador.”
No cabe duda que su fuerza es su fe. Sus debilidades sexuales no lo dominan, se entrega con naturalidad. A ratos me parece que soy su obsesión, pero luego siento que podría prescindir de mí de un modo total. A menudo cae en goces un tanto pueriles, como el gusto con que visita una bodega de vinos portugueses; se hace servir una o dos copas, contempla el vino al trasluz, hace que todos lo bebamos y a poco se levanta y se olvida, se diría que la sensación no penetra más allá de su corteza.
En el fondo, ¿qué es lo que quiere?
¿Pero acaso algún hombre sabe de verdad lo que quiere? Sólo los santos; pero él es apenas un santo malogrado. A veces me recuerda la frase de León Bloy: “El mayor dolor del hombre es el dolor de no haber sido un santo”. En él hay algo del asceta y un sedimento de misticismo. Los sucesos y las cosas lo rozan pero no lo penetran. Imagino sus reflexiones en caso de que cayera en sus manos una de las cartas que me ha estado mandando el oficial aquel del barco. Insiste en que le otorgue otra cita de plena sensualidad; no me arrepiento de lo que hice, pero no le he contestado. ¿Le dolería verdaderamente a Vasconcelos saber lo que pasó? Cierto que en aquel momento nos hallábamos distanciados; me causó enojo que no me llamara a La Habana. El oficial de marras es un macho hermoso, acostumbrado a causar placer. Presiento, sin embargo, que allá en el fondo tendría que darse cuenta de que una traición de la carne en nada altera la identidad de dos almas. Por otra parte, estoy segura de que él no volverá a sentirse ligado con nadie tan íntimamente como lo ha estado conmigo. Sé que no renegará de mí, ni siquiera con motivo de mi suicidio, y eso que él no es del tipo que se suicida. Por lo pronto, al saber lo que he hecho se enfurecerá. Sólo más tarde, mucho más tarde, comprenderá que es peor para mi hijo y para él mismo. Entonces se enternecerá y no podrá olvidarme jamás: me llevará incrustada en su corazón hasta la hora de su muerte.
Ya tengo escrita la carta que dirijo a Arturo reiterándole el encargo de que recoja a mi hijo y lo mande a México. No quiero mezclar en nada de esto a Vasconcelos, quiero evitar el escándalo. Sabrá lo que he hecho por aviso de Arturo. Le va a parecer increíble. Hace poco me dijo que una madre que ha luchado tanto por conservar a su hijo, no se va a matar dejándolo solo, porque de paso perdería el pleito. ¡Mi hijo!, no quiero pensar más en él; le dirán que estoy enferma, en un sanatorio, y su padre inmediatamente mandará recogerlo; es mejor para el futuro de mi hijo; le quedará de mí sólo el recuerdo de una infinita ternura. No puedo más. La cabeza me estalla; no puedo dormir. Mañana, a estas horas, todo habrá concluido, es mejor así, Hölderlin tenía razón. Vasconcelos nunca quiso que se lo leyera. No es de su temperamento y lo adivinó.
“Terminaré mirando a Jesús; frente a su imagen, crucificado... Ya tengo apartado el sitio, en una banca que mira al altar del Crucificado, en Notre Dame. Me sentaré para tener la fuerza de disparar. Pero antes será preciso que disimule. Voy a bañarme porque ya empieza a clarear. Después del desayuno, iremos todos a la fotografía para recoger los retratos del pasaporte. Luego, con el pretexto de irme al Consulado, que él no visita, lo dejaré esperándome en un café de la Avenida. Se quedará Deambrosis acompañándolo. No quiero que esté solo cuando le llegue la noticia.”
Antonieta Rivas Mercado (Ciudad de México, 1900 - París, 1931)
Cartas a Manuel Rodríguez Lozano (1927-1930)
Edición y Prólogo de
Isaac Rojas Rosillo
SepSetentas 206, 1975.
2232 Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.
26-VII-2023. Selección de Felipe Garrido.
Miguel Ángel Porrúa, editor; Academia Mexicana de la Lengua; Creadores Eméritos FONCA
Comentarios
Publicar un comentario